Que el disco rígido de tu computadora se dañe irreparablemente equivale a que una incógnita fuerza haya robado tu memoria. Así de simple. La confianza con la que depositamos información en esa unidad central de almacenamiento sólo se ve traicionada cuando el artefacto falla, cuando se sale del funcionamiento adecuado, en fin, cuando se insubordina. Esta insubordinación es, desde ya, inmotivada, pero no podemos evadir de nuestra sensibilidad de usuarios la intuición de reificar el comportamiento de la PC: sentimos que está actuando por sí misma, torsionando hasta el límite de lo soportable la relación hombre-máquina. Porque, sí, creíamos que ese vínculo sería para siempre (aún con la obsolescencia programada que nos impulsa al futuro): idealizamos a la PC, creemos en en el poder de su facilidad autónoma, como si ella misma pudiera encargarse de todo. Un usuario astuto desconfía. Un usuario astuto guarda copias de seguridad de sus archivos, por las dudas. Por eso a los geeks no se los puede agarrar desprevenidos.
Lo importante: quizá nos enfocamos demasiado en los aspectos inmateriales de la informática, por encandilarnos en el brillo electrónico del software, y relegamos así a un segundo plano la arquitectura física que sostiene a los entornos virtuales. Sin soporte no hay espacio de manifestación digital: toda entidad necesita de un cuerpo donde concretarse. La residencia del software en, en última (en primera) instancia, la materia sólida que alberga su íntima cualidad binaria.